¿Joven y católico?
¿Hoy?
Nadie ha dicho que ser católico sea
fácil. Nunca lo fue. Hay quienes aseguran que en esta época es más difícil que
en el pasado, pero no me lo creo. Está claro que hay momentos y lugares en los
que ha sido más complicado sostener una fe en alto, pero hablar de ser católico
yo estoy dando algo por sentado: nos referimos a quienes profesan ésta religión
de verdad, en serio. No de la boca hacia fuera, para luego pasar la misa
dominical mirando el techo con la mente en la luna y jamás, en ningún otro
momento de su vida, acordarse de que Cristo se hizo pan y vino y murió por
nosotros.
Me da la sensación de que me estoy
adelantando. Para llegar al punto que quiero llegar, de lo que significa ser
joven y católico en el presente siglo, deberíamos definir lo que significa
llamarse tal.
Primero, recibimos el sacramento del
bautismo, donde los hacemos hijos de Dios. Pero nadie nos preguntó, y si en
algún momento de la ceremonia abrimos la boca fue para llorar porque nos
echaron agua. Por un lado, casi irónico: no reímos, sino que lloramos. Luego de
eso, es donde los caminos que empezaron todos aparentemente iguales, se van
separando. En eso, en un comienzo, influye la familia, la formación en la casa.
Pero no me gusta pensar que si los padres son devotos, sólo por eso los
hijos saldrán igual.
A pesar de que se trata de algo bueno, como lo
es la salvación eterna y una esperanza de vida. Es que creo que el sustento de
una fe real debe trascender lo que nos enseñaron, y sustentarse en una búsqueda
interior. Jesús fue cuarenta días al desierto antes de predicar; fue el momento
de su vida donde él debía realizar esa búsqueda, exponerse a la tentación y
definir lo que él era, qué quería y hacia dónde se dirigían sus pasos. En
Cuaresma, Cristo se hizo Cristo.
Y nosotros, también necesitamos de esa
cuaresma.
Una vez redescubierta nuestra fe, tampoco
podemos quedarnos de brazos cruzados, sino que hay que ir más allá. Buscar a
Dios, y buscar cada momento de nuestra vida para santificarnos. No lo
lograremos siempre, caeremos, nos volveremos a levantar. Pero lo miraremos a
Él, e inspirados en su Imagen, seguiremos esa lucha constante. Semper Altius. Siempre más alto. A eso
tenemos que aspirar.
Bueno, eso sería un católico, o lo que yo
tengo por eso. A un guerrero, un luchador. Y la lucha, que ha ido variando su
forma a lo largo del tiempo, adaptándose al presente; en su fondo no cambia. Es
la misma. Es lo mismo ser católico hoy que ayer, y seguramente, que mañana. Una
lucha, sí, algo difícil, arduo, que nos hará resbalar mil veces para darnos de
lleno en el suelo.
Pero seguimos.
Somos jóvenes, y como nos repiten seguramente,
tenemos un montón de apelativos de parte de quienes poseen más experiencia:
ingenuos, ilusos, ignorantes… y un larguísimo etcétera. Pero creo que nuestra
edad tiene una virtud: la pasión. ¿Quiénes movieron las revoluciones, todas, a
lo largo de la historia? ¿Quiénes exaltaron a las masas, por ser ellos mismos
los exaltados? Nosotros: los jóvenes.
Y esa pasión, dependiendo hacia donde vaya
canalizada, puede hacer grandes cosas. Puede destruir ciudades, o restaurarlas. Puede, en palabras de Jesús,
mover montañas.
Somos jóvenes, y profesamos una fe que nos
insta a cambiar el mundo. Pues larguémonos, empecemos de una vez por todas, que
sentados donde estamos no sacamos nada. Unámonos, cual partido político, pero
con un fin muchísimo mejor.
Movamos ésta montaña.